Neurociencia del Renacimiento
Ser Renacido: Neurociencia del Renacimiento Interior
Introducción
Imagina poder renacer mentalmente: soltar las reacciones automáticas condicionadas por viejos miedos y recuerdos dolorosos. Desde la neurociencia, ser renacido significa reconfigurar los circuitos cerebrales para vivir con una mente clara, serena y presente, en lugar de estar secuestrados por las sombras del pasado. Este estado no implica olvidar nuestras vivencias, sino liberarlas de su carga emocional desproporcionada. Conocer cómo el cerebro almacena recuerdos sensoriales y emocionales, y cómo podemos reprogramar esos patrones, nos brinda un mapa para alcanzar una genuina libertad interior y reconectar con nuestra autenticidad.
La memoria sensorial y emocional en el cerebro
Nuestro cerebro almacena los recuerdos distribuidos en múltiples regiones interconectadas. Los recuerdos explícitos (eventos de vida e información) involucran principalmente tres áreas: el hipocampo, la corteza cerebral (neocorteza) y la amígdala. El hipocampo, ubicado en el lóbulo temporal, registra los detalles del suceso (qué ocurrió, cuándo y dónde), funcionando como un puente que integra y transfiere la información hacia otras áreas para su almacenamiento a largo plazo. La corteza cerebral, por su parte, guarda distintos aspectos de la memoria según la modalidad sensorial: la corteza visual conserva imágenes, la auditiva sonidos, etc. Finalmente, la amígdala añade un ingrediente crucial: la carga emocional de la experiencia.
La amígdala, con forma de almendra, es el centro emocional del sistema límbico. Actúa como un vigilante de relevancia emocional: cuando vivimos algo intensamente emotivo (un susto, una alegría profunda, una vergüenza), la amígdala marca ese recuerdo con una “etiqueta” de importancia. Esta región otorga importancia emocional a los recuerdos, lo que explica que los eventos cargados de miedo, dolor o amor queden grabados a fuego y sean difíciles de olvidar. Las investigaciones muestran que durante experiencias emocionalmente intensas (por ejemplo, un trauma o una alegría extrema) la amígdala se activa fuertemente junto con el hipocampo, reforzando la consolidación de esa memoria en el cerebro. En otras palabras, las emociones funcionan como un potenciador de la memoria: aquello que nos conmueve deja una huella más profunda y duradera. Por eso recordamos vívidamente ciertos momentos (el día de una pérdida, un accidente, o por el contrario, una gran celebración) incluso décadas después. La contracara es que eventos dolorosos pueden quedar almacenados de forma disfuncional, creando recuerdos persistentes que siguen activando malestar mucho tiempo después.
El hipocampo, además de registrar el contexto de las experiencias, ayuda a darles un orden temporal. Idealmente, etiqueta los recuerdos como “pasado”, ubicándolos en nuestra línea de vida. Sin embargo, cuando una vivencia es traumática, este proceso puede fallar: el recuerdo emocional queda “congelado” en el presente continuo de la amígdala, sin una adecuada referencia temporal. Esto contribuye a que, ante ciertos estímulos, revivamos las emociones como si el evento ocurriera de nuevo aquí y ahora. Un ejemplo extremo es el trastorno de estrés postraumático (TEPT): la persona sigue sintiendo el terror o el dolor de la experiencia original, porque el recuerdo quedó profundamente grabado en la memoria emocional y sensorial, propenso a reactivarse de forma intrusiva. Así, una explosión de un coche puede hacer que un veterano de guerra se arroje al suelo, o el olor a hospital puede desencadenar ansiedad en alguien que vivió una enfermedad, reacciones que evidencian cómo el cerebro repite patrones antiguos ante señales presentes.

La influencia de los recuerdos en la percepción y la conducta
Los recuerdos emocionales actúan como “gafas” invisibles a través de las cuales interpretamos nuestra realidad. Si en el pasado una situación nos hirió, es posible que percibamos situaciones similares con aprensión o distorsión, incluso sin darnos cuenta. Esto ocurre porque los circuitos neuronales asociados a aquel recuerdo (sonidos, imágenes, sensaciones) pueden reactivarse automáticamente ante estímulos actuales parecidos, desencadenando respuestas emocionales desproporcionadas. La amígdala, al detectar alguna señal familiar ligada a un peligro previo, activa una alarma aunque el contexto actual no lo justifique.
Por ejemplo, el núcleo basal de la amígdala integra la información contextual proveniente del hipocampo; gracias a ello, un determinado lugar puede quedar asociado al miedo. De este modo, si en cierto sitio sufrimos una experiencia traumática, al volver allí nuestro cuerpo puede reaccionar con miedo aunque no haya ningún peligro real en ese momento. El pasado no resuelto se proyecta sobre el presente, nublando la percepción.
Cuando estos recuerdos latentes toman el control, ocurre lo que Daniel Goleman llamó “secuestro de la amígdala”: la reacción emocional automática desactiva en parte a la corteza frontal, encargada del razonamiento, y nos encontramos respondiendo desde el impulso del miedo o la ira, más que desde la reflexión consciente. En una fracción de segundo, el cerebro emocional puede tomar las riendas: el corazón se acelera, sentimos la urgencia de atacar o huir, y nuestra capacidad de pensar con claridad disminuye. Esta respuesta lucha-huida era muy útil para nuestros ancestros ante amenazas físicas inmediatas, pero en la vida moderna suele activarse inapropiadamente ante amenazas psicológicas (como una crítica o un recuerdo doloroso). El resultado son reacciones exageradas o inapropiadas: ataques de pánico por estímulos relativamente seguros, explosiones de ira ante pequeñas frustraciones, bloqueo o huida cuando algo nos recuerda a aquella vieja herida.

¿Qué papel juega la corteza prefrontal (justo detrás de la frente) en todo esto? La corteza prefrontal es la región más evolucionada, responsable de funciones ejecutivas: pensamiento lógico, planificación, regulación de impulsos y toma de decisiones racional. Podemos imaginarla como el “director” que organiza qué memoria o información es relevante en cada momento. En situaciones emocionales, la prefrontal medial evalúa las señales provenientes de la amígdala y el hipocampo, ayudándonos a discernir si realmente estamos en peligro o si es un recuerdo activado. En condiciones normales, esta corteza puede modular o incluso inhibir la respuesta de la amígdala, apagando la alarma si resulta innecesaria. Por ejemplo, uno puede notar el latido acelerado antes de hablar en público pero luego pensar “estoy a salvo, no es como aquella vez que me humillaron”, lo que calma la respuesta.
Sin embargo, cuando la comunicación entre la amígdala y la corteza prefrontal falla o es débil, las emociones desbordan la razón. Estudios muestran que una disfunción en la interconexión amígdala-prefrontal se asocia a trastornos de ansiedad, fobias o TEPT. La persona sabe racionalmente que la situación no es para tanto, pero siente como si lo fuera, porque el cerebro emocional está dominando la escena. Así, nuestros comportamientos presentes pueden estar secuestrados por el pasado: quizá rechazamos una oportunidad laboral por un miedo aprendido al fracaso, o reaccionamos con desconfianza hacia alguien que nos recuerda (sutilmente) a una persona que nos hirió. En suma, los recuerdos emocionales inconscientes pueden condicionar tanto nuestra percepción (qué interpretamos como seguro o amenazante) como nuestras acciones (evitar, huir, atacar, congelarnos), muchas veces saboteando nuestro bienestar presente.
La carga de un recuerdo traumático puede hacernos percibir peligro donde no lo hay. En la imagen, un niño observa con miedo desde la oscuridad: ilustra cómo, tras experiencias difíciles, podemos quedarnos “atrapados” en patrones de temor aprendidos que colorean nuestra visión del mundo.
La buena noticia es que nuestro cerebro es dinámico, no un molde fijo. Así como los eventos dolorosos esculpieron ciertas reacciones, también podemos reformar esos circuitos con nuevas experiencias y prácticas conscientes. Aquí entra en juego la neuroplasticidad y los procesos de liberación emocional.
Neuroplasticidad: liberando al cerebro de patrones del pasado
La neuroplasticidad es la capacidad del cerebro para reorganizar sus conexiones en respuesta a lo que vivimos, aprendemos y practicamos. Cada vez que adquirimos un hábito o rompemos uno viejo, que aprendemos algo nuevo o procesamos un recuerdo, nuestras neuronas están reforzando o debilitando sinapsis. En términos simples, el cerebro es moldeable: incluso en la adultez, seguimos creando nuevos circuitos y modificando los existentes. Esta es una base esperanzadora, pues significa que no estamos condenados a repetir patrones automáticamente – podemos cambiar.
Los recuerdos de miedo, por ejemplo, aunque pueden permanecer latentes toda la vida si no se trabajan, pueden debilitarse o incluso desactivarse cuando la persona tiene experiencias que contradicen la asociación original de peligro. Este proceso se observa en la extinción del miedo: si alguien ha desarrollado fobia a los perros tras una mordedura, cada encuentro neutral o positivo con un perro puede ir erosionando aquel circuito de terror. Neuronalmente, lo que ocurre es que la exposición segura al estímulo temido permite a la corteza prefrontal y al hipocampo reenseñar a la amígdala: “esto ya no supone una amenaza”. En palabras de los neurocientíficos, el estímulo deja de predecir el peligro y, con la repetición, la reacción de miedo se va apagando. Las conexiones sinápticas que sostenían ese miedo se debilitan (proceso de depresión a largo plazo), mientras que se refuerzan otras que integran la nueva experiencia de seguridad.
Otro mecanismo fascinante de cambio es la reconsolidación de la memoria. Cada vez que recordamos un suceso, especialmente uno cargado de emoción, ese recuerdo pasa por un breve estado inestable durante el cual puede ser modificado antes de almacenarse de nuevo.
Imaginemos que la memoria es como un archivo en computadora: al “abrirlo” (recordar), se puede editar y luego volver a “guardar”. La reconsolidación ofrece una oportunidad biológica de actualizar memorias antiguas con nueva información emocional. Por ejemplo, en terapia de trauma se utiliza este principio: se ayuda al paciente a evocar el recuerdo doloroso en un entorno seguro y con nuevos recursos emocionales, de modo que al reconsolidarse, la memoria pierda intensidad dañina.
Terapias de exposición y otras técnicas funcionan así: al revivir el evento con apoyo y sin sufrir daño, el cerebro literalmente reescribe la asociación (del “esto es mortal” a “esto fue terrible pero ya pasó y ahora estoy a salvo”). Según estudios recientes, esta reconsolidación dirigida reduce el impacto emocional de recuerdos traumáticos al actualizar la forma en que quedan almacenados en el cerebro. Es decir, no se borra lo sucedido, pero sí se transforma la respuesta que nos provoca, liberando a la persona de su influencia limitante.
La plasticidad cerebral subyace a todas estas transformaciones. A nivel sináptico, podemos potenciar conexiones nuevas más saludables –por ejemplo, asociar la sensación de calma a algo que antes disparaba ansiedad– y debilitar conexiones antiguas –como ese vínculo entre una imagen determinada y el pánico. Incluso experiencias internas como la visualización o el pensamiento pueden inducir cambios reales: si repetidamente nos imaginamos afrontando con éxito una situación que solía bloquearnos, estamos entrenando nuevas rutas neuronales. El cerebro no distingue del todo entre una experiencia real y una intensamente imaginada; en ambos casos las neuronas se activan y reorganizan.
Un factor importante es la repetición y el uso consciente de estas nuevas vías. Al principio, escoger responder de manera diferente (por ejemplo, respirar profundo y calmarme ante un desencadenante en vez de reaccionar impulsivamente) requiere esfuerzo consciente –la corteza prefrontal trabajando activamente–. Con la práctica sostenida, el nuevo patrón se fortalece y eventualmente puede volverse el automático, sustituyendo al anterior. Así es como recuperamos la libertad de elegir nuestras respuestas en el presente, en lugar de repetir respuestas condicionadas por el pasado. Nuestro cerebro aprende que puede haber una manera distinta de interpretar y responder a la vida.
Por último, destacar que no solo se trata de “apagar” lo viejo, sino de fortalecer recursos internos. Prácticas como la meditación mindfulness han demostrado científicamente su poder para remodelar el cerebro en favor de la calma y la claridad: aumentan la actividad y densidad de la corteza prefrontal (asociada a la autorregulación) y reducen la reactividad de la amígdala. Esto significa que la persona se vuelve menos proclive al secuestro emocional y más capaz de mantenerse centrada. En esencia, estamos cultivando un cerebro más lúcido y equilibrado, alineado con ese estado de mente libre de cargas que caracteriza al ser renacido.

Regulación emocional y decisiones conscientes
Un indicador clave de este “renacimiento” interior es la capacidad de regular las emociones en tiempo real y tomar decisiones desde la consciencia plena, no desde la herida. La regulación emocional no implica reprimir lo que sentimos, sino manejarlo saludablemente: permitir sentir la emoción, comprender su origen, y responder de forma proporcionada.
Neurocientíficamente, es el resultado de una buena comunicación entre la amígdala y la corteza prefrontal. Cuando la amígdala detecta algo que nos altera, activa emociones y reacciones fisiológicas; la corteza prefrontal evalúa esas señales y le pone un “freno” o modula la respuesta si determina que no es adaptativa. Por ejemplo, ante una provocación, puede surgir ira (amígdala); si estamos “renacidos”, la corteza frontal entra en acción, nos ayuda a tomar perspectiva (“¿vale la pena reaccionar así?”) y quizás elegimos respirar y responder con calma. Esa pausa consciente es producto de nuevas conexiones neuronales que nos dan mayor autodominio.
Decisiones conscientes y auténticas emergen naturalmente cuando hemos liberado los viejos patrones emocionales. En el cerebro “liberado”, la corteza prefrontal puede integrar información del presente sin interferencia excesiva de memorias emocionales tóxicas. Así, tomamos decisiones informadas por la realidad actual y nuestros valores, en lugar de decisiones impulsadas por el miedo o la tristeza no resueltos. Recordemos que la corteza prefrontal es esencial en planificar y elegir acciones dirigidas a metas a largo plazo; pero si la amígdala la secuestra, caemos en decisiones reactivas, de corto plazo, típicamente orientadas a evitar dolor inmediato (aunque sea a costa de nuestro crecimiento). Al recuperar el equilibrio emocional, recuperamos también la claridad en el proceso de decisión. Nos volvemos más libres para decir que sí a oportunidades enriquecedoras (sin que la voz del miedo nos sabotee) y para decir que no a situaciones nocivas (sin que culpas inconscientes nos manipulen).
Incluso la memoria se vuelve más confiable y precisa cuando está despojada de cargas emocionales intensas. ¿Por qué? Porque una emoción intensa puede sesgar el recuerdo –tendemos a recordar más lo que confirma nuestro estado emocional–, mientras que en calma la recuperación del dato es más objetiva. La corteza prefrontal, al organizar los recuerdos y decidir cuáles son útiles en el presente, juega un rol protagónico en este aspecto. En un estado “renacido”, usamos el pasado como fuente de aprendizaje (datos y sabiduría) y no como una prisión invisible.
En suma, la regulación emocional lograda mediante la neuroplasticidad nos lleva a una mente más lúcida. Esto se refleja en una sensación de libertad interna: ya no reaccionamos en piloto automático desde heridas antiguas, sino que respondemos desde la conciencia presente. Las decisiones, pequeñas y grandes, nacen de quien somos realmente ahora, alineadas con nuestra autenticidad, y no de aquel niño asustado o aquel adolescente herido que fuimos. Lograr esto es uno de los mayores actos de empoderamiento personal: significa que hemos reclamado el timón de nuestra vida interior.
Ejercicios prácticos para Renacer (claridad interior y libertad emocional)
A continuación, se proponen ejercicios basados en estas ideas neurocientíficas, diseñados para guiarte en el camino de tu propio “renacimiento” interior. Puedes aplicarlos en tu día a día para ir despejando la niebla de patrones antiguos, regular mejor tus emociones y reconectar con tu ser auténtico.
1. Observación de disparadores y pausa consciente
Dedica una semana a identificar disparadores emocionales en tu vida cotidiana. Lleva un diario sencillo: anota situaciones donde hayas reaccionado con una emoción intensa (ira, miedo, tristeza desbordada) desproporcionada al momento. Por ejemplo: “Sentí pánico cuando el jefe me pidió hablar en privado” o “Me enfurecí cuando mi pareja no respondió a un mensaje inmediatamente”. Cada noche, elige uno de esos eventos y refléjalo unos minutos. Pregúntate: ¿Qué recuerdo o temor antiguo podría estar activándose aquí? No se trata de analizarte en exceso, sino de cultivar conciencia. El mero hecho de observar el patrón ya activa tu corteza prefrontal – estás saliendo del piloto automático. La próxima vez que ocurra un disparador similar, intenta practicar la pausa consciente: respira hondo (inhalando en 4 tiempos, exhalando en 6, por ejemplo) y recuerda que tienes elección. Esa respiración deliberada le da unos segundos a tu cerebro racional para involucrarse y modular la reacción de la amígdala. Con la práctica, irás fortaleciendo el “músculo” neurológico de responder en vez de reaccionar impulsivamente.
2. Reencuadre de un recuerdo emocional (ejercicio de reconsolidación)
Busca un momento tranquilo y seguro para trabajar con algún recuerdo que aún te genere malestar. Puede ser algo de la infancia o adolescencia que al evocarlo te duele. Primero, establece seguridad en el presente: si gustas, enciende una vela o ten a mano un objeto que te reconforte, y recuerda que hoy eres un adulto capaz de cuidarte. Ahora, revive el recuerdo: ¿qué ocurrió? ¿qué sentiste entonces? Observa las imágenes, sonidos o sensaciones vinculadas, tal como las recuerdas. Si notas mucha ansiedad, detente y vuelve a respirar aquí y ahora, reafirmando que estás a salvo. Luego, intenta “reencuadrar” la escena: mírala con los ojos de tu yo actual. Quizá puedas imaginar entrando a esa memoria y abrazando a tu versión pasada, diciéndole: “Ya pasó, estoy contigo”. O visualizar un desenlace diferente, más empoderador (por ejemplo, diciéndole algo que no pudiste decir a quien te hirió). Este tipo de visualización creativa aprovecha la ventana de reconsolidación de la memoria – en ese estado evocado, el recuerdo es maleable. Al finalizar, visualiza guardando la memoria “editada” en un estante de tu biblioteca mental, donde ya no te controlará. Muchos estudios respaldan que recordar un evento y vivirlo emocionalmente de forma diferente en la imaginación reduce la carga emocional original, al modificar cómo queda almacenado de nuevo. Puedes repetir este ejercicio con el mismo recuerdo varias veces si lo deseas, profundizando cada vez en la sensación de alivio y comprensión.
3. Practicar la atención plena para fortalecer la regulación
Incorpora alguna forma de mindfulness en tu rutina, aunque sean 5-10 minutos al día. Una práctica sencilla es la meditación en respiración: siéntate cómodo, cierra los ojos y lleva tu atención al flujo de aire que entra y sale por tu nariz. Cuando tu mente divague (que lo hará), nota esos pensamientos o emociones que aparecen y gentilmente vuelve la atención a la respiración. Esta simple disciplina, repetida a diario, entrena a tu cerebro a no dejarse arrastrar fácilmente por cualquier estímulo (interna o externo). Neurológicamente, la meditación regular se asocia a menor reactividad de la amígdala y mayor actividad prefrontal, fortaleciendo los circuitos de autorregulación. En pocas semanas podrías notar que situaciones que antes te disparaban ahora te afectan menos; no porque “no sientas”, sino porque has ganado un espacio de conciencia desde el cual eliges cómo responder. Además, la atención plena aumenta la conexión con las sensaciones presentes, algo fundamental para salir de la cabeza cuando estamos rumiando en recuerdos o anticipando miedos. Estar plenamente en el aquí-ahora le envía a tu cerebro el mensaje de que, en ese instante, no hay amenaza, favoreciendo la calma.
4. Exposición gradual a lo que temes (experiencias correctivas)
Este ejercicio se basa en la extinción del miedo y la creación de nuevas asociaciones. Identifica algo que evitas o que te genera una ansiedad notable, y que sospechas que se relaciona con alguna experiencia pasada. Por ejemplo, hablar en público, expresar tus opiniones, acercarte emocionalmente a alguien, etc. Diseña una estrategia de exposición gradual: pasos pequeños y seguros para enfrentarte a ello de manera diferente. Si es hablar en público, quizá el primer paso sea practicar frente al espejo; luego con un amigo de confianza; más adelante, en reuniones pequeñas, y así sucesivamente. El objetivo es demostrarle a tu sistema límbico que puedes atravesar esa situación sin que ocurra el desastre que teme. Cada experiencia positiva o neutra irá reescribiendo la expectativa en tu cerebro. Como mencionamos, las respuestas de miedo se debilitan cuando comprobamos que el estímulo ya no anuncia un peligro real. Sé paciente y compasivo contigo mismo en el proceso: no se trata de forzarte de golpe a situaciones abrumadoras, sino de desensibilizar poco a poco. Lleva un registro de tus avances y celebra las pequeñas victorias (por ejemplo, “hoy hablé en la reunión de equipo sin sentir tanto pánico, solo un nervio manejable”). Estas vivencias de dominio quedan guardadas en tu memoria como nuevos recursos. Con el tiempo, notarás que aquello que te paralizaba empieza a sentirse más cotidiano o incluso llega a perder todo su poder amenazante. Has renacido un poco más allá de ese miedo.
5. Reconexión con la autenticidad: valores y autorrefuerzo
A menudo, los patrones emocionales del pasado nos separan de quienes realmente somos, porque empezamos a vivir “a la defensiva” o buscando aprobación según heridas antiguas. Un ejercicio final es reconectar con tu ser auténtico identificando tus valores y nutriendo tus propias necesidades emocionales. Toma papel y lápiz y escribe libremente sobre quién eres cuando estás en paz: ¿qué te apasiona?, ¿qué tipo de persona aspiras ser?, ¿qué valores (honestidad, creatividad, compasión, libertad, etc.) sientes verdaderamente tuyos? Luego reflexiona: ¿Tus decisiones actuales reflejan esos valores o están siendo dictadas por miedos y condicionamientos? Por ejemplo, si valoras la sinceridad pero notas que callas tus opiniones por miedo al rechazo (patrón aprendido quizá en la infancia), anótalo sin juzgarte. Esa brecha señala un área donde trabajar la liberación del patrón. Para reafirmar tu autenticidad, practica diariamente algún pequeño acto que esté alineado con tus valores en lugar de con tus temores. Puede ser desde vestir la ropa que tú eliges y no la que otros esperan, hasta atreverte a decir “no” cuando algo va contra tu bienestar. Cada vez que honras tu verdad interna a pesar del viejo temor, se refuerza en tu cerebro la conexión neuronal de la autoeficacia y se debilita la conexión del sometimiento. Acompaña esto con autorrefuerzo: reconoce internamente tus logros emocionales. Nuestro cerebro aprende también por recompensa, y el reconocimiento positivo libera neurotransmisores de bienestar (como dopamina) que consolidan las nuevas vías neuronales. Date mérito por cada paso dado hacia tu libertad emocional – esa actitud nutritiva contrarresta la autocrítica negativa que pudo haberse instalado en el pasado.
Conclusión
El camino de ser renacido es un proceso de sanación y transformación neuronal continuo. Al comprender cómo el cerebro almacena y libera los recuerdos emocionales, nos empoderamos para colaborar activamente en nuestra propia liberación. Estamos reeducando a nuestra amígdala para que deje de ver fantasmas del ayer en cada sombra, fortaleciendo a nuestro hipocampo y corteza prefrontal para que nos mantengan en el aquí y ahora, con la sabiduría del pasado pero sin sus cadenas. La neurociencia nos confirma que el cambio profundo es posible: las mismas redes cerebrales que un día nos aprisionaron en el miedo pueden reestructurarse para sostener nuestra paz y claridad.
Vivir desde una mente libre de cargas no significa no sentir, significa sentir en equilibrio, sin que los viejos mandatos inconscientes tomen el control. Significa recordar el pasado sin quedar atrapado en él, y decidir el presente con plena conciencia. En términos cerebrales, es haber integrado nuestras experiencias de forma adaptativa, habiendo creado nuevos caminos sinápticos hacia la resiliencia. En términos humanos, es habernos reencontrado con nosotros mismos. Renacer es, en última instancia, volver a casa – a ese estado natural de lucidez, libertad interior y autenticidad que siempre estuvo latente esperando ser reclamado. Cada ejercicio, cada pequeña victoria neuroplástica, nos acerca a esa forma de estar en el mundo: viviendo desde nuestro centro, respondiendo con sabiduría presente en lugar de reaccionar con dolor pasado, y eligiendo ser, en cada nuevo día, genuinamente nosotros mismos.
Recursos recomendados: Para profundizar, pueden consultarse obras como «La Reconsolidación de la Memoria: Desbloqueo del Cerebro Emocional» de Ecker et al., o programas de mindfulness basados en evidencia (MBSR, MBCT) que entrenan estas habilidades de autorregulación emocional y neuroplasticidad. Lo esencial es recordar que tu cerebro puede cambiar y, con él, tu vida emocional. Cada paso que das para conocerte y sanarte está literalmente rehaciendo conexiones neuronales hacia tu bienestar.
¡Ánimo en tu camino de renacer, tu mente libre y clara te lo agradecerá!
